Una brecha silenciosa condiciona el progreso de los sueldos en España; en lugar de la productividad, es la falta de fuerza sindical la que explica por qué los salarios reales apenas avanzan, y esa realidad pesa sobre miles de familias.
España muestra una notable divergencia entre productividad y remuneraciones. La productividad por hora creció casi un 30 % entre 1990 y 2022, mientras los salarios reales apenas aumentaron un 11,5 % en ese periodo. En consecuencia, esa debilidad sindical se traduce en menor poder de negociación. Estudios recientes indican que la desigualdad salarial en centros de trabajo es mayor cuando los sindicatos carecen de presencia, lo que impide que los salarios se ajusten al nivel del coste de vida. Además, durante 1994-2024 los salarios reales en España sólo crecieron un 2,76 %, frente a un aumento del 66 % en Irlanda.
Del mismo modo, el Banco de España identifica causas estructurales relacionadas con la deslocalización, el menor poder negociador de los trabajadores y el incremento del poder de mercado empresarial. También influye el desacople entre salarios y productividad por la tecnología, globalización y estructuras laborales que reducen la participación salarial en la riqueza.
Débil sindicalización y salarios reales estancados
La centralización y capacidad negociadora de los sindicatos marcan la diferencia. Sin ella, el salario medio pierde ritmo frente a los indicadores de productividad. Asimismo, la falta de contrapeso sindical favorece la fragmentación de las relaciones laborales, donde la negociación individual deteriora la equidad salarial.
Por otro lado, mientras la productividad avanza, sin estructuras sindicales sólidas no hay mecanismo real que permita que el beneficio generado se traslade a los salarios. El tejido laboral queda sin canal para exigir compensaciones justas, lo que mantiene atrapada la capacidad adquisitiva de muchos hogares.
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El estancamiento salarial tiene efectos reales. En los últimos treinta años el salario real apenas ha subido un 2,7 %, una de las tasas más bajas del continente.
Eso se refleja en que el crecimiento de la productividad no se traduce en mejor calidad de vida; la parte salarial del valor añadido sigue reduciéndose, comprometiendo el Estado de bienestar y la cohesión social.